jueves, 3 de noviembre de 2016

El taller de Constante

Trabajaba día y noche. Constante cortaba, moldeaba y pulía la madera haciendo honor a su nombre: pausadamente, con esmero, paladeando cada una de las acciones que constituían el proceso. Y aunque la tarea abarcase tanto el día como la noche, la oscuridad en que se hallaba sumido el taller hacía que fuese imposible distinguir si el Sol arrojaba o no su luz ahí fuera.
A los pueblerinos, Constante les despertaba una deliciosa curiosidad, pegajosa como la miel. Los vecinos se agolpaban ante la ventana; justo ahí enfrente no había nada más que cachivaches de toda índole (una mesa destrozada por el tiempo y la carcoma, teteras abolladas y que rezumaban un líquido inidentificable...), pero si uno agudizaba la vista podía intuir la silueta del desafortunado Constante, cincel en mano, rodeado de bloques de madera. Si se afinaba el oído, los quedos lamentos que llegaban hasta el umbral de esa puerta se hacían más reales, y en ellos uno podía entender algo que sonaba muy parecido a "No miréis, no miréis, no miréis".

Todos sonreían, más aún cuando a su alrededor los bloques vírgenes mutaban día tras día en formas cada vez más reconocibles: eran hombres, mujeres, niños, ancianos encorvados. Y los vecinos, efectivamente, sonreían ante semejante reunión familiar. Pero ay, ¡pobre Constante! De él nadie sabía el peso con que cargaba. Sólo la pequeña Frida se aseguraba a sí misma haber visto algo; pero si se lo decía a sí misma era porque, aun a los siete años, era bien consciente de que todos la tomarían por loca si contaba eso. Unos hilos finos estaban pegados a los dedos del pobre y siempre tan meticuloso Constante. 

¿Pero, y si con la mirada se recorrían esos hilillos hasta el techo? No podía verse desde ahí fuera, y Frida lo agradeció incluso años después, cuando el tiempo la convirtió en una mujer fuerte y de caderas anchas. Tan solo Constante podía mirar hacia arriba, y cuando lo hacía, ahí estaba. Siempre estaba ahí. Agarrado al techo, sostenido sobre sus apéndices, haciendo chirriar todas sus extremidades, temblando como si su estómago estuviese castigado por la presencia del peor de los gusanos, con el pelo cayendo sobre sus rasgos, haciendo de su rostro una mancha oscura, un abismo que, si uno se atrevía a enfrentar, lo condenaba inexorablemente a la más tortuosa de las muertes.

El ser graznó, y los cotillas dirían luego que el raro y excéntrico de Constante tenía un cuervo de mascota. Pero su única compañía era el miedo, y aquel horror abismal, y así sería hasta el fin de sus días. Hasta que sus dedos, sus brazos y sus músculos no resistieran el siguiente golpe de martillo. 
"Haznos eternos, Constante; haznos eternos", oía cada vez, con un chirrido ininteligible que tan solo él comprendía. 

Y así lo haría, por los siglos de los siglos.

domingo, 2 de octubre de 2016

Sobre el blog

El miedo reptaba, lo sabía; se acercaba a él como un viejo y descompuesto lagarto de grandes fauces, dentellando a ciegas, lento, arrastrándose, pero sin pausa. Lo olía, temía aquel gorgoteo que jamás quería cesar. Todo cuanto había temido estaba ahí, a poco más de la distancia entre la visión del horror y su posterior aceptación. El momento en que la pesadilla se convertía en realidad. El miedo, sí, el miedo conduce a la locura. Bien lo sabía.
Julius Adalbert, El hedor


¿Qué es el miedo? Menuda pregunta más absurda para daros la bienvenida, pensaréis. Verdaderamente, el miedo tiene muchas caras y no es fácil ponerle límites o describirlo así o asá; hacerlo es ponerle puertas al campo, y lo más seguro es que jamás hagamos justicia a aquella sensación que nos encoge el estómago, que nos hace mirar hacia atrás en busca de una sombra fuera de lugar, de una silueta donde no debería haber nada, de algo que explique la sensación, tenue y tan escalofriante, de que alguien nos está observando a nuestras espaldas. El miedo, sí, es subjetivo; quizá una de las pocas cosas verdaderamente relativas de nuestro mundo, y esto lo hace deliciosamente impredecible.

Durante mucho tiempo, la literatura de terror (o gótica, como se la conoció en su día) fue algo parecido a esos "placeres culpables" con que a día de hoy se hace referencia a subproductos de dudosa calidad que, a pesar de todo, atraen nuestra atención y consumimos prácticamente a escondidas de los demás. La temática fantasmagórica, en efecto, se fue perfilando a finales del siglo XVIII hasta explotar en el XIX, con autores como E.T.A. Hoffmann, Mary Shelley, Bram Stoker o Henry James a la cabeza. Cada uno aportó una visión particular de lo monstruoso; cada uno de ellos modeló personajes y situaciones partiendo de una sensibilidad estética que contemplaba con interés lo grotesco, lo extraño, lo siniestro. La fascinación por el pasado medieval, la naturaleza, lo oculto y lo inexplicable, en un contexto en que el mundo se encaminaba ciegamente hacia lo racional, lo materialista y lo industrial, llegó a llenar el vacío del pensamiento mitológico de todos aquellos que contemplaban con recelo aquellos cambios.

Aún a día de hoy, el género de lo terrorífico, así como de lo fantástico, sigue siendo observado por encima del hombro en algunos ámbitos. Stephen King fue menospreciado, en sus primeros años, por convertir el terror en la piedra angular de sus novelas y difícilmente pasará a la historia como un clásico, a no ser que se apostille "del género de terror". Lovecraft es considerado un maestro ayudado más por el paso del tiempo que por un consenso general sobre su fascinante obra; incluso en algunas facultades, su estudio está en tela de juicio. Difícilmente veremos una novela que pudiésemos considerar "de terror" ganando un certamen que no sea de género. El terror vende, sí, pero tristemente se sigue asociando al mundillo de los monstruitos, del cine barato, más que a su naturaleza compartida por todos; algo que, todos podemos intuir, descubre que se considera el miedo como algo infantil, algo a superar, algo inmaduro. Y precisamente, ahí radica lo bello de su condición: ese sentimiento primitivo, abstracto y capaz de hacernos estremecer sin tener claro qué lo provoca. 

Hegel, Kant, Schopenhauer, el mismo Dante, Víctor Hugo, incluso el libro de la Escala de Mahoma trataron, de un modo u otro, el miedo. A lo largo de la historia, cientos (qué digo, ¡miles!) de artistas se dejaron seducir por lo oscuro y lo plasmaron con total claridad en sus obras. Desde El Bosco a Füssli, desde Blake a Gustave Doré. Y a día de hoy, escritores como Murakami, Martin o Sapkowski siguen haciendo gala de un particular gusto por lo desconcertante, sea en pequeñas dosis o desde perspectivas alejadas de las formas más tradicionales pero igualmente efectivas. No dejemos que el consenso de cuatro académicos encerrados en sus torres de marfil impidan reconocer lo valioso que puede llegar a ser el género y lo mucho que puede dar de sí. 

Como imaginaréis, en este blog me dedicaré a reseñar y a recomendar todas aquellas obras que puedan adscribirse al género (aunque, no lo negaré, de vez en cuando me tomaré alguna que otra libertad), desde clásicos de la literatura a novelas contemporáneas que merezca la pena tomar en consideración. Deciros, tan solo, que sois bienvenidos y que vuestros comentarios, sugerencias y aportaciones son y serán bien recibidas.