lunes, 29 de mayo de 2017

El gran dios Pan, de Arthur Machen


"Y también olvidé que cuando las puertas del alma se abren de par en par puede entrar por ellas algo para lo que no tenemos nombre"

¿Existe Dios? ¿Hay algo más allá de los límites estipulados y convenidos por la racionalidad moderna? ¿Nos espera un mundo distinto una vez exhalemos patéticamente (o no) nuestro último aliento? Puede que la pregunta más interesante sea otra: ¿Convive algo de todo esto con nosotros? ¿Tendrá razón el folclore allende su habilidad de configurar metáforas más que acertadas? Lo fácil es correr un velo, dejar en el aire toda hipótesis para luego, lavarnos las manos y seguir confiando ciegamente en que el mundo, de millones de años de existencia, cabe en la palma de nuestras manos como mucho centenarias (porque no, ni somos romanos, ni medievales y tampoco renacentistas), que ningún misterio escapa al luminoso razonamiento del hombre occidental moderno.

Arthur Machen fue un hombre de fe; no solo la que todos damos por supuesta, sino también fe en esa realidad invisible y aparentemente imperceptible. Al igual que haría su más brillante sucesor, ese denominado maestro de Providence, este galés orgulloso de su condición articuló un imaginario apenas concreto pero sí poderoso, atractivo y atrayente, desquiciante y al mismo tiempo incluido con total naturalidad en su contexto, el de una Londres victoriana que ya empezaba a dejar de creer. O, mejor dicho, que empezaba a creer en otra cosa. El monstruo industrial, impulsado por la energía generada desde sus engranajes recién engrasados, se disponía a arrasar con todo. Y en medio de fútiles sacadas de pecho, autoproclamaciones de pseudo-divinidad y la seguridad de que el mundo y todas sus fuerzas se habían rendido al poder de la razón, humana y por lo tanto peligrosamente caduca, algo surge. Un poder arcano, un todo con la madre Naturaleza que ha sido negado por contradecir los convenios seculares. Pero ahí está, y no es vengativo, ni perseguidor. Simple y llanamente, está. Ahora bien, encontrarlo y resistir su influjo es harina de otro costal. Y esto nos lleva al principio: el hombre jugando a ser Dios, cruzando líneas indebidamente con el afán de ver más. Porque somos curiosos, naturalmente, y a veces esto puede jugar malas pasadas.

El gran dios Pan es esto y mucho más. Pero, en esencia, es el relato de una lucha. Lucha que seguimos viviendo hoy, en este tan cacareado siglo XXI, y cuya victoria parece pertenecer al bando incrédulo, o crédulo según se mire, siempre necesitando reafirmarse y sacar pecho constantemente para reforzar su proclama. Mal asunto. Machen enfrenta aquí al hombre de su tiempo con un poder atemporal que ni siquiera él tiene interés en definir. Llamadlo Pan, llamadlo X, llamadlo Y. Es algo eterno, es el Bob que reptaba entre los sicomoros dando caza a reinas de instituto a principios de los 90, son los Antiguos estériles que a día de hoy nos hacen partícipes de cacerías interminables, es aquello que inspiró la melodía que haría enloquecer a Erich Zahn. Quizá lo más interesante, narrativamente hablando, sea la ausencia de protagonistas. Que confluyan las vidas de personajes lo suficientemente blancos como para no arrebatar el protagonismo a lo que de verdad importa. Machen, cualquiera lo diría, no siente un amor especial hacia ninguno de ellos, pero aun así se nos descubren como tipos con quienes no cuesta sentir empatía. Al fin y al cabo, a ellos nos liga la condición, la semejanza, la curiosidad y el impulso.

Si estáis dispuestos a jugar, El gran dios Pan os espera con los brazos abiertos. No solo hace gala de una prosa limpia y refinada, sino que sus diálogos son creíbles, ágiles y llevan el peso del misterio. Es el boca a boca hecho relato, y lo críptico, lo oscuro y lo indescifrable vienen incluidos. Las piezas están ahí, y el trabajo del lector es encajarlas con el objetivo de saber más. De saberlo todo, diría, pero eso es imposible. Porque los misterios, y ahí toca tirar de diccionario y darnos un tirón de orejas, no tienen resolución, a diferencia de los enigmas. Uno puede divagar eternamente acerca de ellos, aproximárseles más o menos, pero una respuesta lógica y científica no es posible. Ahí reside el talón de Aquiles de los personajes, y también el nuestro. Acercarse a este relato con el objetivo de que se nos descubra el pastel es perder el tiempo; hacerlo con el deseo de disfrutar de un viaje intrincado, oscuro y adictivo sin dar demasiada importancia al destino es, en cambio, la mejor manera de dar la mano a Machen.

Sí, se nota en Lovecraft su influencia. La idea de un horror total, de entidad propia, que se abre paso entre los resquicios de la cordura hasta desintegrarla por completo. Más allá de eso, las diferencias son reseñables. Aquí el horror no es cósmico, no viene de otro mundo, no es ajeno a nuestra naturaleza. Todo lo contrario: es parte inseparable de ella. ES ella. Quizá por eso esto puede resultar más familiar que, pongamos, Hongos de Yuggoth o El color que cayó del cielo. Porque, después de todo, en su carácter abierto y abstracto reside la posibilidad, que existe, de que en todo cuanto nos relata haya parte de verdad. Porque la razón quizá nos haya hecho olvidar a los monstruos, sí. O por lo menos lo intenta. Pero cuando aparecen tipos como Murakami, King o el mismo Machen nos damos cuenta de que basta con abrir un poco la mente (de verdad, no esas patrañas que nos vende la prensa, ya inherentemente sensacionalista) para ver que, más allá, hay toda una realidad por descubrir. Oscura, peligrosa, prohibida, reveladora. Bienvenida sea. 

miércoles, 17 de mayo de 2017

El cazador de sueños, de Stephen King


"A veces sólo se cree en la oscuridad. Entonces ¿cómo se sigue viviendo?"

Blanco y rojo combinan a la perfección. Que se lo digan a los sinestésicos. El primero es símbolo de pureza, y el segundo, entre otras cosas, de la pasión. Y la pasión, a pesar del daño que han hecho a nuestro inconsciente semántico los culebroneos mediáticos, no está exclusivamente ligada a la clásica imagen de los amantes dando vueltas en la cama; la pasión es algo más, y en el cristianismo, sin ir más lejos, encontramos un ejemplo bien claro de ello. La pasión puede ser también sufrimiento, algo muy sentido, algo doloroso. Algo que quiebra la calma, que viola la pureza y que pone los sentimientos al límite.

El cazador de sueños juega con esa dualidad, y ahí reside su grandeza. Porque la tiene, allende críticas y detractores que han cargado contra ella más por lo que no fue que por lo que realmente es. Se considera una novela menor, y sí, quizá lo sea. Por un desarrollo irregular, por premisas desaprovechadas, pero también porque con ella King se pone la máscara de hockey y dejar caer sobre su hombro el mango de un hacha que babea de ganas de cercenar extremidades. Porque aquí no hay ni cariño ni compasión; o sí, pero no son suficientes como para evitar que el buen hombre arrase con todo en la que es, desde luego, una de sus novelas más crueles. Crudas. Ásperas.

Blanco y rojo. O lo que es lo mismo: sangre y nieve. La combinación, poética como ella sola, guía la parte más sólida, consistente y brillante de todo el conjunto. Jonesy, Henry, Beaver y Pete, cuatro individuos unidos por una amistad íntima, representan esta pureza a pesar de pertenecer a un mundo donde priman las sombras sobre las luces. Sobrepasan la treintena, sus vidas rozan el desastre o, en el mejor de los casos, nadan en la mediocridad. Los sueños se rompen, las metas devienen imposibles, las aspiraciones se convierten en una broma, un chiste viejo y sin gracia como las bromas estúpidas de los programas de zapping. Sin embargo, los cuatro protagonistas mantienen viva la llama, el nexo con esas lejanas tardes jugando a cartas mientras la lluvia se estampa en las ventanas, las promesas para toda la eternidad, la sensación de que los lazos resistirán cualquier embate y que el futuro, que entonces pinta bien porque parece tener mucho que ofrecer (ese grupo de rock que montaremos en el instituto, el primer beso, los viajes sin los padres), todavía está por llegar. Y mientras no llegue, a disfrutar de ese tesoro que es la infancia y la pre-adolescencia. Es algo que quizá las generaciones más recientes no lleguen a entender, con ese afán enfermizo de crecer antes de tiempo y de ser objeto de atención permanente, pero para tipos como los protagonistas de este libro la cosa está muy clara. Una vez al año, tan solo una, se reúnen los cuatro en una cabaña en el bosque. Y ahí repetirán los mismos chascarrillos de hace veinte años, recordarán esos momentos que en la mente del niño son y seguirán siendo verdaderos hitos aunque en realidad no fueran nada del otro mundo. Esos momentos son el blanco, la permanencia de la pureza, lo inocente.

¿Y el rojo? ¿Qué es el rojo? Pues King, nada más y nada menos. Por primera vez, me atrevo a decir, King es el rojo. Escrita tras el tristemente célebre accidente que tanto marcaría su vida y sus obras, El cazador de sueños es una deriva cruda y fría de lo que hasta entonces había venido siendo "el modelo". Porque aquí a King le da igual matar al personaje más carismático y querido de todo el elenco mucho antes de llegar al ecuador de la historia; aquí a King le importa un pimiento que quienes acaben adoptando el rol protagonista sean dos personajes sombríos y anodinos con quienes el lector difícilmente logrará empatizar; aquí a King se la trae al pairo la fuerza de la verdadera amistad. No es El cuerpo, ni It, aunque pueda parecerlo y, en efecto, logre crear un vínculo igual de fuerte que aquel que unió en su día a los Perdedores. La diferencia, puede, es que en El cazador de sueños ya no creía en esa fortaleza. Y eso, ante el horror que en el libro se desata, tiene consecuencias fatales.

Quizá sea cierto que, alcanzado cierto punto, la novela se convierte en algo que roza lo soporífero. Lo gris. Lo innecesario. Realmente no importa qué sucede, porque cuando esa luz se apaga nos desconecta por completo de la trama, y seguiremos leyendo a lo mejor porque el señor escribe bien y, si somos curiosos, no podemos dejar de querer saber más. En el peor de los casos, lo haremos por inercia. Pero está claro que, roto el vínculo, uno podría cerrar el libro sin más, adiós muy buenas y a otra cosa, y olvidarse de lo que prosigue.

Es comprensible que El cazador de sueños no guste, aún más en el caso de los incondicionales de Stephen King. Leerla equivale a un sopapo inesperado, como cuando ese profesor tan bueno, generoso y comprensivo te clava un suspenso sin entender por qué. Se trata de la misma persona, faltaría más, pero hay algo distinto; y quizá el problema no sea de él sino de nosotros, por no haber sido realistas, por no contemplar la posibilidad de que esa magia, como en la vida real, se disipe frente a un frío muro de cemento.

King, a esta novela, quiso titularla Cáncer. Su esposa lo disuadió, pero en el fondo es el título ideal, el que mejor cuaja con aquello que nos narra. Y ese cáncer es rojo. Por el dolor, por la sangre, por el cuerpo extraño que inadvertidamente se abre paso en el terreno sagrado de los protagonistas para opacar la luz, la de la amistad, la que brilla con intensidad desde el pasado. Si en It esa luz servía a Bill, Ben, Richie y compañía para derrotar a Eso no una sino dos veces, en El cazador de sueños las cosas no van del todo así. Hay cierto éxito, pero lo empañan el dolor y la pérdida; parte de la luz llega a sobrevivir, pero ya únicamente como un recuerdo y no como un rescoldo del pasado.

Más allá de esto están el ruido, los artificios y los tipos duros al más puro estilo película de Michael Bay. También los dilemas internos de quienes, por suerte más que por fortuna, siguen siendo conscientes del desastre. Y por supuesto, están también las deliciosas referencias a un pasado todavía más lejano, con cierto mensaje que aún hoy es objeto de debate y que, sea cierto o no, confirma que al señor King, si algo lo movía cuando escribía esto, fue un pesimismo tan gris como el muro en que se estrellan los sueños. Misma mierda, diferente día.