Trabajaba día y noche. Constante cortaba, moldeaba y pulía la madera haciendo honor a su nombre: pausadamente, con esmero, paladeando cada una de las acciones que constituían el proceso. Y aunque la tarea abarcase tanto el día como la noche, la oscuridad en que se hallaba sumido el taller hacía que fuese imposible distinguir si el Sol arrojaba o no su luz ahí fuera.
A los pueblerinos, Constante les despertaba una deliciosa curiosidad, pegajosa como la miel. Los vecinos se agolpaban ante la ventana; justo ahí enfrente no había nada más que cachivaches de toda índole (una mesa destrozada por el tiempo y la carcoma, teteras abolladas y que rezumaban un líquido inidentificable...), pero si uno agudizaba la vista podía intuir la silueta del desafortunado Constante, cincel en mano, rodeado de bloques de madera. Si se afinaba el oído, los quedos lamentos que llegaban hasta el umbral de esa puerta se hacían más reales, y en ellos uno podía entender algo que sonaba muy parecido a "No miréis, no miréis, no miréis".
Todos sonreían, más aún cuando a su alrededor los bloques vírgenes mutaban día tras día en formas cada vez más reconocibles: eran hombres, mujeres, niños, ancianos encorvados. Y los vecinos, efectivamente, sonreían ante semejante reunión familiar. Pero ay, ¡pobre Constante! De él nadie sabía el peso con que cargaba. Sólo la pequeña Frida se aseguraba a sí misma haber visto algo; pero si se lo decía a sí misma era porque, aun a los siete años, era bien consciente de que todos la tomarían por loca si contaba eso. Unos hilos finos estaban pegados a los dedos del pobre y siempre tan meticuloso Constante.
¿Pero, y si con la mirada se recorrían esos hilillos hasta el techo? No podía verse desde ahí fuera, y Frida lo agradeció incluso años después, cuando el tiempo la convirtió en una mujer fuerte y de caderas anchas. Tan solo Constante podía mirar hacia arriba, y cuando lo hacía, ahí estaba. Siempre estaba ahí. Agarrado al techo, sostenido sobre sus apéndices, haciendo chirriar todas sus extremidades, temblando como si su estómago estuviese castigado por la presencia del peor de los gusanos, con el pelo cayendo sobre sus rasgos, haciendo de su rostro una mancha oscura, un abismo que, si uno se atrevía a enfrentar, lo condenaba inexorablemente a la más tortuosa de las muertes.
El ser graznó, y los cotillas dirían luego que el raro y excéntrico de Constante tenía un cuervo de mascota. Pero su única compañía era el miedo, y aquel horror abismal, y así sería hasta el fin de sus días. Hasta que sus dedos, sus brazos y sus músculos no resistieran el siguiente golpe de martillo.
"Haznos eternos, Constante; haznos eternos", oía cada vez, con un chirrido ininteligible que tan solo él comprendía.
Y así lo haría, por los siglos de los siglos.