"Y también olvidé que cuando las puertas del alma se abren de par en par puede entrar por ellas algo para lo que no tenemos nombre"
¿Existe Dios? ¿Hay algo más allá de los límites estipulados y convenidos por la racionalidad moderna? ¿Nos espera un mundo distinto una vez exhalemos patéticamente (o no) nuestro último aliento? Puede que la pregunta más interesante sea otra: ¿Convive algo de todo esto con nosotros? ¿Tendrá razón el folclore allende su habilidad de configurar metáforas más que acertadas? Lo fácil es correr un velo, dejar en el aire toda hipótesis para luego, lavarnos las manos y seguir confiando ciegamente en que el mundo, de millones de años de existencia, cabe en la palma de nuestras manos como mucho centenarias (porque no, ni somos romanos, ni medievales y tampoco renacentistas), que ningún misterio escapa al luminoso razonamiento del hombre occidental moderno.
Arthur Machen fue un hombre de fe; no solo la que todos damos por supuesta, sino también fe en esa realidad invisible y aparentemente imperceptible. Al igual que haría su más brillante sucesor, ese denominado maestro de Providence, este galés orgulloso de su condición articuló un imaginario apenas concreto pero sí poderoso, atractivo y atrayente, desquiciante y al mismo tiempo incluido con total naturalidad en su contexto, el de una Londres victoriana que ya empezaba a dejar de creer. O, mejor dicho, que empezaba a creer en otra cosa. El monstruo industrial, impulsado por la energía generada desde sus engranajes recién engrasados, se disponía a arrasar con todo. Y en medio de fútiles sacadas de pecho, autoproclamaciones de pseudo-divinidad y la seguridad de que el mundo y todas sus fuerzas se habían rendido al poder de la razón, humana y por lo tanto peligrosamente caduca, algo surge. Un poder arcano, un todo con la madre Naturaleza que ha sido negado por contradecir los convenios seculares. Pero ahí está, y no es vengativo, ni perseguidor. Simple y llanamente, está. Ahora bien, encontrarlo y resistir su influjo es harina de otro costal. Y esto nos lleva al principio: el hombre jugando a ser Dios, cruzando líneas indebidamente con el afán de ver más. Porque somos curiosos, naturalmente, y a veces esto puede jugar malas pasadas.
El gran dios Pan es esto y mucho más. Pero, en esencia, es el relato de una lucha. Lucha que seguimos viviendo hoy, en este tan cacareado siglo XXI, y cuya victoria parece pertenecer al bando incrédulo, o crédulo según se mire, siempre necesitando reafirmarse y sacar pecho constantemente para reforzar su proclama. Mal asunto. Machen enfrenta aquí al hombre de su tiempo con un poder atemporal que ni siquiera él tiene interés en definir. Llamadlo Pan, llamadlo X, llamadlo Y. Es algo eterno, es el Bob que reptaba entre los sicomoros dando caza a reinas de instituto a principios de los 90, son los Antiguos estériles que a día de hoy nos hacen partícipes de cacerías interminables, es aquello que inspiró la melodía que haría enloquecer a Erich Zahn. Quizá lo más interesante, narrativamente hablando, sea la ausencia de protagonistas. Que confluyan las vidas de personajes lo suficientemente blancos como para no arrebatar el protagonismo a lo que de verdad importa. Machen, cualquiera lo diría, no siente un amor especial hacia ninguno de ellos, pero aun así se nos descubren como tipos con quienes no cuesta sentir empatía. Al fin y al cabo, a ellos nos liga la condición, la semejanza, la curiosidad y el impulso.
Si estáis dispuestos a jugar, El gran dios Pan os espera con los brazos abiertos. No solo hace gala de una prosa limpia y refinada, sino que sus diálogos son creíbles, ágiles y llevan el peso del misterio. Es el boca a boca hecho relato, y lo críptico, lo oscuro y lo indescifrable vienen incluidos. Las piezas están ahí, y el trabajo del lector es encajarlas con el objetivo de saber más. De saberlo todo, diría, pero eso es imposible. Porque los misterios, y ahí toca tirar de diccionario y darnos un tirón de orejas, no tienen resolución, a diferencia de los enigmas. Uno puede divagar eternamente acerca de ellos, aproximárseles más o menos, pero una respuesta lógica y científica no es posible. Ahí reside el talón de Aquiles de los personajes, y también el nuestro. Acercarse a este relato con el objetivo de que se nos descubra el pastel es perder el tiempo; hacerlo con el deseo de disfrutar de un viaje intrincado, oscuro y adictivo sin dar demasiada importancia al destino es, en cambio, la mejor manera de dar la mano a Machen.
Sí, se nota en Lovecraft su influencia. La idea de un horror total, de entidad propia, que se abre paso entre los resquicios de la cordura hasta desintegrarla por completo. Más allá de eso, las diferencias son reseñables. Aquí el horror no es cósmico, no viene de otro mundo, no es ajeno a nuestra naturaleza. Todo lo contrario: es parte inseparable de ella. ES ella. Quizá por eso esto puede resultar más familiar que, pongamos, Hongos de Yuggoth o El color que cayó del cielo. Porque, después de todo, en su carácter abierto y abstracto reside la posibilidad, que existe, de que en todo cuanto nos relata haya parte de verdad. Porque la razón quizá nos haya hecho olvidar a los monstruos, sí. O por lo menos lo intenta. Pero cuando aparecen tipos como Murakami, King o el mismo Machen nos damos cuenta de que basta con abrir un poco la mente (de verdad, no esas patrañas que nos vende la prensa, ya inherentemente sensacionalista) para ver que, más allá, hay toda una realidad por descubrir. Oscura, peligrosa, prohibida, reveladora. Bienvenida sea.