martes, 31 de enero de 2017

Narrenturm, de Andrzej Sapkowski



"Comienza esta historia de forma amena y dulce, vaporosa y delicada, con unos amores agradables y ardientes. Pero que esto, nobles señores, no os engañe. Que no os engañe."

Empezaré siendo sincero, y es que a mí las novelas históricas jamás me han llegado a gustar. Allende la calidad de la prosa o la profusa documentación del autor, siempre me ha parecido estar ante algo muy encorsetado, un relato de hechos narrados pero sin alma. Mi experiencia más reciente fue con El caballero del templo, del aragonés José Luis Corral, y resume punto por punto ese prejuicio, que no lo es tanto atendiendo a que suelen ser esos problemas habituales en el género. 

Por eso, cuando supe de la existencia de la trilogía de las guerras husitas y vi que la había escrito Sapkowski supe que tenía que leerla, darle una oportunidad a un género cuya relación conmigo es algo tirante (y lo reconozco, sí, más por mi parte que por la suya). La cuestión es que, en realidad, Narrenturm no es una novela histórica. No, por lo menos, stricto sensu. Y ahí radica, en mi opinión, no solo su virtud sino también el buen hacer de Sapkowski.

Ambientada en el siglo XV, Narrenturm nos traslada a una Europa del Este en conflicto por las confrontaciones entre el catolicismo y las diversas y numerosas herejías que buscaban poner en jaque el dominio de Roma. El protagonista es Reinmar de Bielau, un joven estudiante con demasiado gusto por las faldas cuya cabezota lo obligará a emprender un viaje por Silesia a través del que descubrirá el peligro que está cerca de asolar la región. Y no solo eso, pues algo oscuro e indeterminado repta entre las sombras, algo que parece estar por encima de bizantinas disputas terrenales.
Con este último punto ya podéis intuir que hay algo más, un componente que se aleja de lo meramente documental y que se empapa, en efecto, del imaginario fantástico de Sapkowski. Veremos monstruos, brujas, seres extraídos del folklore eslavo que aquí son de carne y hueso. Asimismo, también estará presente la magia y la hechicería. Los demonios, en efecto, no se verán reducidos a abstracciones del Mal.

Aquí abro sin ambages la puerta al debate: ¿Qué debe hacer una novela histórica? ¿Narrar unos hechos punto por punto? ¿O bien recrear al detalle un contexto verídico para luego desarrollar en él una historia particular y unos personajes con carisma?

Narrenturm no es una novela exenta de objeciones. Algún problemilla me veo obligado a mencionar, si bien es una novela sobresaliente y que va a exigir más de una relectura tanto para una mejor comprensión de ciertos detalles como por puro placer. Por encima de todo, le pesa la ausencia de un hilo argumental consistente. Da la impresión de que Reinmar vaya de un lado al otro dando bandazos y sin acabar de concretarse su suerte, empezando una y otra vez de nuevo. Por ejemplo, se llega a una situación en que se vislumbra un giro importante que daría más consistencia al argumento y una razón de ser a los eventos acaecidos hasta entonces. Sin embargo, Sapkowski recurre en más de una ocasión al deus ex machina y todo vuelve, por decirlo de alguna manera, a la normalidad. Y vuelta a empezar. Esto último, de momento, lo cogeré con pinzas; aún quedan dos libros por delante y puede que todo lo acontecido acabe llevando a algún lugar. 

Pero Narrenturm, a pesar de eso, brilla con luz propia. Brilla en los diálogos, en personajes como Scharley, Catalina, Ambrós o el Treparriscos. Brilla en sus descripciones, en la facilidad con que Sapkowski entremezcla fantasía y realidad y, sobre todo, en la sombra que tenuemente sentimos extenderse sobre la suerte de nuestros protagonistas.

Quizá no estemos hablando del tipo de novela histórica que gustaría a un catedrático, pero sí de aquella que un lector disfruta devorando capítulo tras capítulo. Y no sin menos rigor histórico. Como quien no quiere la cosa, uno comienza a familiarizarse con nombres hasta entonces desconocidos, y le basta comenzar a indagar para darse cuenta de que poco sale exclusivamente de la imaginación del autor, que esos personajes, episodios y lugares existieron de verdad. Para mí eso es un punto a favor, 

Para los despistados como yo, que no os asusten las numerosas frases en latín, checo o polaco que plagan el texto; detrás, a modo de anexo, están recogidas sus traducciones, en algunos casos con anotaciones del mismo Sapkowski. No es más que un detalle pero, ciertamente, mejora aún más una inmersión intachable que incluso resiste el embate de las primeras e inesperadas escenas de fantasía pura que a uno le pueden chocar si creía tener en las manos un libro exento de ellas.

A tenor de cuestiones lingüísticas, si algo no he podido sacarme de la cabeza ha sido que este libro, en su versión original, debe ser un tesoro. Ya en la saga de Geralt de Rivia el autor juega con las variantes regionales del idioma y en este sucede lo mismo. Con esto no quiero decir que la traducción al castellano sea mala, en absoluto, pero es evidente que carece de este componente, y si bien se intenta que no pase desapercibido está claro que el resultado no es el mismo.  

Mi intención es ir reseñando cada uno de los volúmenes para, posteriormente, dedicarle una entrada a la trilogía en sí. Primero está Narrenturm, luego Los guerreros de Dios y finalmente Lux Perpetua. En este primer caso, no puedo hacer más que concluir que esta "Torre de los locos", que es lo que significa el título en nuestro idioma, es toda una experiencia capaz de trasladarnos a un contexto para tantos de nosotros desconocido. Y sí, reitero que le pesa, y en alguna ocasión algo gravemente, la falta de un hilo argumental robusto y que apunte a una cierta progresión. Asimismo, el deus ex machina puede acabar siendo algo frustrante cuando creemos que la historia va a dar un giro que, por lo que uno intuye, le sentaría como un guante. Pero aun así, es una de los pocos defectos que se le puede achacar a una novela que, para mí, ejemplifica (y de una manera genial) lo que debería ser el género histórico, huyendo de narraciones frías y personajes vacíos y sin dejar de lado el rigor aun permitiéndose ciertos exabruptos fantásticos. A los que hay que acostumbrarse, todo sea dicho.


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