Ilustración de David Lupton (david-lupton.com) |
Pero lo que permanece, lo fundan los poetas (Friedrich Hölderlin, "Andenken", 1803)
Que vivimos en una sociedad formada por individuos o grupúsculos que constantemente vilipendian todo cuanto no se adscribe estéticamente a sus ideas o convicciones es un hecho. Tantas veces nos quejamos en el campo de las humanidades del desprecio sufrido por otras ramas de conocimiento, pero en realidad en los mismos estudios humanísticos se dan todo tipo de enfrentamientos, acusaciones y rivalidades absurdas. Tristemente célebres son las diatribas entre lingüistas y literatos dentro de Filología que he tenido el ¿placer? de conocer y los infantiles tira y afloja entre historiadores de distintas especializaciones, aun dentro del mismo campo.
Lo que me lleva a escribir esto es precisamente la infravaloración académica y el prejuicio hacia el tema que articula en líneas generales este blog: el terror, no solo como género sino también como concepto que sintetiza lo que el ser humano una vez fue. Este menosprecio no es nuevo, sino que se remonta a sus primeras manifestaciones literarias, pero sigue dando pie a un discurso que lo considera algo de menor nivel, un pasatiempo barato, una brasa de las cenizas de la infancia que debería estar ya apagada. Es cierto que en la actualidad las cosas están cambiando, y hay quienes se atreven a ensanchar las fronteras de lo académico, pero queda mucho camino por recorrer, muchos autores por rescatar y mucho por reflexionar acerca de aquello que está más allá, que es parte de la naturaleza humana y que probablemente sea clave de cara al futuro. Precisamente, si este menosprecio o prejuicio se sostiene sobre algo es sobre la concepción más estrictamente positivista del mundo, y de ahí pueden extraerse cosas interesantes. Cosas que, para entender mejor, implican un inexorable viaje al pasado.
Es curioso echar la vista atrás y darse cuenta de que, de nuestra infancia, conservamos más imágenes que recuerdos estrictamente fehacientes. Que mucho de cuanto nos viene a la cabeza no sucedió punto por punto, sino que es fruto de un conglomerado de situaciones, percepciones y sí, también recuerdos, pero demasiado lejanos como para evocarlos con precisión; de ahí se forjan imágenes que probablemente nos acompañen hasta el final de nuestros días. Y quizá no serán un fiel reflejo de lo que realmente ocurrió, pero sí nos harán retumbar el corazón como en aquellos precisos momentos en que los vivimos.
En mi caso una de ellas, viva como una llama, es la del niño que fui huyendo de un monstruo. No estaba solo. Junto a mí hay tanto niños como niñas, corriendo como alma que lleva el diablo, sujetando ramas que ahí eran espadas y pedazos de corteza que para otros eran el más resistente de todos los escudos. En las excursiones al bosque, durante aquellas correrías, siempre había lugar para la idea de un monstruo acechando entre los árboles y los arbustos, un ser de aspecto indefinido e imbatible a punto de echársenos encima. En realidad, podía ser tanto ahí como en medio del patio del colegio; la idea de un ser reptando sobre el cemento oculto tras los cubos de basura, sediento de sangre, también tenía su qué. Quizá nada de esto sucediese así, pero la excitación, el subidón de adrenalina, eso sí era real. Hay algo que, aun siendo unos chiquillos, nos empuja a disfrutar de esto. De imaginar que pueda haber algo horrible ahí detrás, y echar a correr como si realmente nos persiguiera, porque nos lo creemos; la infancia tiene esto de bueno: si lo imaginas, existe. Ahí reside un placer extraño que nos conecta con aquello que una vez fuimos. Y uno no lo evita fácilmente.
Para muestra, un botón: en una casa de colonias, dos amigos (cuando uno es pequeño llama a todos "amigos"; es más adelante cuando se empieza a priorizar y a poner otras etiquetas), en plena noche, asegurando haber visto un animal imposible en una colina por encima del albergue. Casi todos se rieron de ellos, casi nadie se lo quiso creer. Pero todos, sin apenas excepción, cogieron las linternas y se dedicaron a buscar a esa bestia. No lo creían, la lógica (que en aquel entonces, algo más creciditos, empezaba a tirar del carro con más fuerza y también con más solvencia) les decía que era imposible; pero ahí estaban, paladeando el regusto de lo incómodo, de lo sublime. Sabían que ahí nada los heriría, porque creían firmemente que los monstruos no existen, pero no renunciaron a recorrer el bosque linterna en mano. Porque ahí residía un extraño placer.
Por alguna razón, quiero identificar este impulso, esta pasión por lo oculto, con lo que debía sentir el marino de épocas antiguas al zarpar, con la vista fija en el mapa repleto de monstruosidades dibujadas en él. Dudo que creyese fervientemente en ellas, pero seguro que en su seguridad adulta y racional había un pequeño resquicio para un "¿Y sí...?".
Esto podría considerarse una actitud infantil, y lo es, pero no entendida como algo peyorativo. Hay mucho del niño, ese que todos hemos sido, que debería recuperarse y conservarse. Ese pensamiento mítico que nos hacía entender el mundo cuando íbamos arriba y abajo con la bici, jugando a ser héroes y creyendo que en ese bosque o edificio abandonado había algo más, es aniquilado cuando uno cruza la línea de la pubertad, o lo que es lo mismo, cuando la racionalidad del mundo que nos aguarda con las puertas abiertas se encarga de diluir todo misterio en las turbias aguas de la realidad asumida en nuestras sociedades. Como muy acertadamente expone Andrzej Sapkowski en la introducción de Los guerreros de Dios, "nos estamos quedando sin sueños. Y, cuando muere el sueño, la oscuridad se apodera del lugar que aquél ha dejado huérfano. Pero en la oscuridad, principalmente cuando la razón está dormida, enseguida se despiertan los monstruos".
El terror, a día de hoy, es el único clavo ardiendo del pensamiento mítico. El único enlace que le queda al ser humano con ese marino a quien la idea de las monstruosidades abisales lo empujaba aún más a llegar a los confines del mundo, con ese niño que se maravilla cuando siente el corazón palpitar jugando a escapar del hombre lobo. Es el rastro de aquello que generó todas las grandes historias que conocemos, sean de miedo o no. Los fabulosos mitos clásicos surgieron de ahí, del desconocimiento, de la desconfianza, de la oscuridad, y no es que ejercieran como dogmas en la sociedad griega o romana más desarrollada (cuesta imaginar a Ovidio creyendo a rajatabla lo contado en sus Metamorfosis), sino que simplemente enriquecían su imaginario y su idea de lo desconocido de un modo, por qué no, maravilloso; hipnótico, si uno se lo para a pensar. Entremezclado con la realidad tangible que era el trabajo, la familia o la guerra estaba el convencimiento de que más allá, en lo más alto de la montaña o en lo más profundo de los mares, había algo. Algo con nombres y apellidos, algo que mantenía encendida una llama que daba lugar a imágenes de todo tipo.
No, no podemos regresar a esa época pretendiendo de ella un calco. Pero en lugar de desecharla, de arrojarla al cubo de los desperdicios que somos demasiado "adultos" para creer, actualizar dicho pensamiento a algo real, que conecte con eso que aún sentimos cuando nos acercamos a las sombras por voluntad propia. Quien crea que el ser humano de los dos últimos siglos no necesita del mito o bien no se ha detenido a pensarlo o bien se engaña a sí mismo en pos de esa imagen de estricta racionalidad científica en que han derivado las sociedades contemporáneas. Que no es más que eso, una imagen, una convención que no tiene por qué responder a la realidad natural. Basta con observar la religiosidad con que se siguen algunos deportes, cómo se idolizan a ciertos futbolistas, el dogmatismo que despiertan en la masa los partidos políticos o la ceguera con que tantos se aferran a las ideologías. Esa necesidad imperiosa de un líder en quien proyectar la voluntad popular no es más que un tibio rescoldo, actualizado, viciado y modelado por el tiempo y las corrientes filosóficas y estéticas, de ese mismo pensamiento mítico que forjó a dioses y héroes.
Y en el miedo está la respuesta.
Ilustración de David Lupton (david-lupton.com) |
El terror, a día de hoy, es el único clavo ardiendo del pensamiento mítico. El único enlace que le queda al ser humano con ese marino a quien la idea de las monstruosidades abisales lo empujaba aún más a llegar a los confines del mundo, con ese niño que se maravilla cuando siente el corazón palpitar jugando a escapar del hombre lobo. Es el rastro de aquello que generó todas las grandes historias que conocemos, sean de miedo o no. Los fabulosos mitos clásicos surgieron de ahí, del desconocimiento, de la desconfianza, de la oscuridad, y no es que ejercieran como dogmas en la sociedad griega o romana más desarrollada (cuesta imaginar a Ovidio creyendo a rajatabla lo contado en sus Metamorfosis), sino que simplemente enriquecían su imaginario y su idea de lo desconocido de un modo, por qué no, maravilloso; hipnótico, si uno se lo para a pensar. Entremezclado con la realidad tangible que era el trabajo, la familia o la guerra estaba el convencimiento de que más allá, en lo más alto de la montaña o en lo más profundo de los mares, había algo. Algo con nombres y apellidos, algo que mantenía encendida una llama que daba lugar a imágenes de todo tipo.
No, no podemos regresar a esa época pretendiendo de ella un calco. Pero en lugar de desecharla, de arrojarla al cubo de los desperdicios que somos demasiado "adultos" para creer, actualizar dicho pensamiento a algo real, que conecte con eso que aún sentimos cuando nos acercamos a las sombras por voluntad propia. Quien crea que el ser humano de los dos últimos siglos no necesita del mito o bien no se ha detenido a pensarlo o bien se engaña a sí mismo en pos de esa imagen de estricta racionalidad científica en que han derivado las sociedades contemporáneas. Que no es más que eso, una imagen, una convención que no tiene por qué responder a la realidad natural. Basta con observar la religiosidad con que se siguen algunos deportes, cómo se idolizan a ciertos futbolistas, el dogmatismo que despiertan en la masa los partidos políticos o la ceguera con que tantos se aferran a las ideologías. Esa necesidad imperiosa de un líder en quien proyectar la voluntad popular no es más que un tibio rescoldo, actualizado, viciado y modelado por el tiempo y las corrientes filosóficas y estéticas, de ese mismo pensamiento mítico que forjó a dioses y héroes.
Y en el miedo está la respuesta.
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